De
máquinas que se mueven y corazones que bombean sentimientos
Robert Fulton no se rendía fácilmente. Sus numerosos
viajes entre Europa y América daban fe de ello, y aunque la primera vez que
abandonó su natal Pensilvania lo había movido un acercamiento al arte inglés,
había derivado en un interés cada vez más creciente en la investigación y la
invención.
Se había movido mucho desde que oyó por primera vez, cuando aún no
había llegado a la adolescencia, un testimonio fidedigno acerca de la máquina
de vapor, de boca de William Henry. Le encantó su funcionamiento, y quiso
construir algo que funcionara con ella. Y
es que crear cosas, del género que fueran, siempre le había parecido una
experiencia fascinante.
Por eso estaba tan orgulloso mientras surcaba las
aguas del río Hudson, sobre su gran monstruo acuático. Había fracasado anteriormente,
sí, el primer barco que construyó se hundió como hierro en el agua; el segundo
navegó valiente por el Sena sin llegar a ser funcional. Pero 1806 parecía ser
su año, y el Barco de Vapor del Río Norte surcaba las aguas impetuoso, con sus
grandes palas comiendo metros más rápido que cualquier barco de vela.
Podía
escuchar los gritos de su hombre de confianza, dando ánimos a los trabajadores
para que alimentaran las calderas. Su preciada máquina de vapor, esa que por
fin impulsaba el barco como él quería, dejaba sus volutas de humo en una estela
grisácea que cualquier observador, y había muchos tanto en la orilla del río
como en pequeños barcos alrededor, podía apreciar.
Tenía mucho que agradecer y él lo sabía. Siempre
había intentado compensar un esfuerzo a los que le rodeaban, y muchos le habían
acompañado en su recorrido, tanto físicamente como en su extensa documentación:
el marqués Claude de Jouffroy, con su barco de paletas; el duque de Bridgewater,
dejándole su canal para sus investigaciones… Sin duda el trabajo de William
Symington con los barcos de vapor había sido también determinante para él.
Apoyada en la barandilla, con el pelo volando en mil
formas imposibles a su alrededor, se encontraba su mujer. La espalda recta, la
barbilla alzada como una reina, y una mirada tan dulce que era capaz de
derretir hasta la más férrea voluntad. Ella lo anclaba a la realidad, no
dejando que la locura de la investigación y las máquinas lo llevara con él, lo
alzaba en los momentos de duda.
A pesar de
ser algo escandaloso para los cánones establecidos, su amor estaba muy por
encima de lo que la sociedad pudiera pensar, así que se acercó a ella pegando
todo su cuerpo a su costado, y poniéndole el brazo alrededor de la cintura. Con
una pequeña inclinación, le dio un suave beso detrás de la oreja. Ronroneó
satisfecho al notar su estremecimiento ante la leve caricia.
─¿Qué piensas, mi amor?
─Que no podría estar más orgullosa de ti.
Una sonrisa de satisfacción se extendió por su
rostro. Que ella se sintiera así hacía que su alegría fuera mucho mayor.
Catherine Livingston nunca había sido una mujer fácil de contentar.
─Todo esto es gracias a ti ─después le tocó la
barriga con amor, mientras miraba al horizonte─. Y gracias al pequeño que
llevas ahí. La ilusión mueve montañas.
─Tendrás mucho que enseñarle, Robert.
Entonces recordó la oferta que había recibido unos
días antes, y su semblante se endureció levemente. Nadie lo notó, era un hombre
acostumbrado a manejar a su antojo su temperamento. Pero la incertidumbre estaba
ahí. Fue la llamada de su colega Bell la que le informó de que un tal lord
Richard Klivington quería adquirir su submarino, el Nautilus. Le sorprendió tal
noticia, ya que eran pocos los que tenían conocimiento de que aún lo conservaba
en un embarcadero de Inglaterra, pero así era. A pesar de haber resultado un
proyecto frustrado, ya que nadie había querido seguir financiándolo y no lo
habían considerado apto para el ejército, no había podido deshacerse de él.
Quizás fuera su lado romántico, pero en sus viajes a
Londres siempre lo visitaba, acariciaba su interior, su exterior de cobre. A
Catherine le encantaba besarlo en
aquella pequeña nave que tan poco había navegado. Ahora un desconocido
quería hacerse con ella. De hecho había llegado a intercambiar correspondencia
con él directamente, y lo que más le había llamado la atención eran sus
motivos. Puede que fueran aquellas razones las que le estaban llevando
seriamente a plantear vendérselo. Porque para su sorpresa, lord Richard
Klivington quería el submarino para que su querida esposa pudiera ver algunos
animales marinos. ¿Quién se gastaría miles de libras en algo así? Porque esa
era otra de las cosas que le llamaba de manera poderosa la atención. Aquel loco
estaba dispuesto a gastarse una cantidad indecente de dinero, cantidad que él
sabía muy bien que no valía. Y aunque el dinero no era en ese momento un
problema para él, no era tan tonto como para saber que en unos años las cosas
podrían estropearse, y tanto a él como a su descendencia le vendría bien tener
un seguro guardado.
Soltó a su mujer para tomar la barandilla con ambas
manos y apretarla fuerte. Después la buscó con la mirada. Ella ya lo observaba,
todos sus sentidos puestos en él. Todo el mundo debería disfrutar de una
atención tan amorosa al menos una vez en la vida.
─¿Lo vendo?
No hacía falta especificar, ella sabía de qué
hablaba.
─Siempre podrás hacer uno nuevo y mejor ─lo miró de
esa forma profunda que iluminaba lugares de su mente desconocidos para él
mismo─. Sí, sabes que es una oferta muy generosa.
─Un derroche.
─Eso es cosa suya, Robert. No obstante, siempre
puedes preguntarle el porqué.
Robert asintió, mientras se inclinaba sobre su mujer
y le daba un escandaloso beso en los labios. Un mes después se reunía con lord
Richard Klivington en un embarcadero de Inglaterra. El Nautilus les observaba
curioso, con el frío cobre reflejando la rara claridad de aquel día.
─Bueno, ya es todo suyo, como hemos acordado. Creo
que no le será nada complicado conocer los fundamentos del mismo, dada su formación.
El lord había resultado ser un ingeniero bastante
afamado en sus círculos.
─Sin duda sus indicaciones me serán de gran ayuda.
Ambos hombres estuvieron divagando durante un tiempo
sobre los materiales y el funcionamiento del submarino. Cuando ya se disponían
a despedirse, Robert Fulton llamó la atención del que ya era el dueño del
Nautilus.
─Usted podría haber fabricado uno igual, ¿por qué
comprar el mío?
Lord Richard Klivington se quedó un rato mirando el
submarino, y el agua que se expandía tras el mismo. Después con una sonrisa
sincera lo miró.
─Siempre es más fácil partir de un punto de
referencia sólido ─indicó señalando la embarcación. Después su risa se hizo más
atrevida─. Además, mi esposa tiene ardientes deseos de ver lo que hay bajo la
superficie del mar. ¿Quién podría contradecir a una dama?
Robert rió con aquel hombre mientras meneaba la
cabeza, comprensivo.
─Nadie en su sano juicio, sin duda.
Ambos hombres partieron cada uno a su destino. Uno
con cierta añoranza, el otro con cierto anhelo. Porque el último deseaba hacer
feliz a su esposa cuanto antes. También perfeccionar aquella máquina.
Años después conseguiría hacerla navegar desprendiéndose
de los trabajosos pedales, con un motor de combustión interna, antes de que Beau
de Rochas lo describiera y Otto después también, haciéndolo funcional. La
leyenda cuenta que antes de su muerte, lord Richard Klivington vendió su
Nautilus, un submarino mucho más notable ya, al capitán Nemo, que trabajó duro
con él durante un tiempo, ampliándolo y perfeccionándolo, antes de echarse a la
mar con sus hombres en busca de mil aventuras.
Muchas gracias por leer. Muchos besos.
Hola, me ha encantado leer esta pequeña aventura, me ha parecido muy bien escrito y muy acorde con la época. Felicidades!!!!
ResponderEliminarBesos!!!