lunes, 15 de diciembre de 2014

Adictos a la escritura: ¿Y si fuera...?

Hola a todos. Hoy traigo una entrada participando en el proyecto del mes de Adictos a la escritura. En esta ocasión se trataba de situar el relato en otra época histórica, incluso con personajes reales de dicha época. Yo he elegido el siglo XVIII-XIX, teniendo como protagonista a Robert Fulton, ingeniero que creó uno de los primeros barcos de vapor usados comercialmente. No tengo mucha idea de escribir nada histórico, pero he hecho lo que he podido.

De máquinas que se mueven y corazones que bombean sentimientos

Robert Fulton no se rendía fácilmente. Sus numerosos viajes entre Europa y América daban fe de ello, y aunque la primera vez que abandonó su natal Pensilvania lo había movido un acercamiento al arte inglés, había derivado en un interés cada vez más creciente en la investigación y la invención. 
Se había movido mucho desde que oyó por primera vez, cuando aún no había llegado a la adolescencia, un testimonio fidedigno acerca de la máquina de vapor, de boca de William Henry. Le encantó su funcionamiento, y quiso construir algo que  funcionara con ella. Y es que crear cosas, del género que fueran, siempre le había parecido una experiencia fascinante.

Por eso estaba tan orgulloso mientras surcaba las aguas del río Hudson, sobre su gran monstruo acuático. Había fracasado anteriormente, sí, el primer barco que construyó se hundió como hierro en el agua; el segundo navegó valiente por el Sena sin llegar a ser funcional. Pero 1806 parecía ser su año, y el Barco de Vapor del Río Norte surcaba las aguas impetuoso, con sus grandes palas comiendo metros más rápido que cualquier barco de vela. 
Podía escuchar los gritos de su hombre de confianza, dando ánimos a los trabajadores para que alimentaran las calderas. Su preciada máquina de vapor, esa que por fin impulsaba el barco como él quería, dejaba sus volutas de humo en una estela grisácea que cualquier observador, y había muchos tanto en la orilla del río como en pequeños barcos alrededor, podía apreciar.

Tenía mucho que agradecer y él lo sabía. Siempre había intentado compensar un esfuerzo a los que le rodeaban, y muchos le habían acompañado en su recorrido, tanto físicamente como en su extensa documentación: el marqués Claude de Jouffroy, con su barco de paletas; el duque de Bridgewater, dejándole su canal para sus investigaciones… Sin duda el trabajo de William Symington con los barcos de vapor había sido también determinante para él.

Apoyada en la barandilla, con el pelo volando en mil formas imposibles a su alrededor, se encontraba su mujer. La espalda recta, la barbilla alzada como una reina, y una mirada tan dulce que era capaz de derretir hasta la más férrea voluntad. Ella lo anclaba a la realidad, no dejando que la locura de la investigación y las máquinas lo llevara con él, lo alzaba en los momentos de duda.
 A pesar de ser algo escandaloso para los cánones establecidos, su amor estaba muy por encima de lo que la sociedad pudiera pensar, así que se acercó a ella pegando todo su cuerpo a su costado, y poniéndole el brazo alrededor de la cintura. Con una pequeña inclinación, le dio un suave beso detrás de la oreja. Ronroneó satisfecho al notar su estremecimiento ante la leve caricia.

─¿Qué piensas, mi amor?
─Que no podría estar más orgullosa de ti.

Una sonrisa de satisfacción se extendió por su rostro. Que ella se sintiera así hacía que su alegría fuera mucho mayor. Catherine Livingston nunca había sido una mujer fácil de contentar.

─Todo esto es gracias a ti ─después le tocó la barriga con amor, mientras miraba al horizonte─. Y gracias al pequeño que llevas ahí. La ilusión mueve montañas.
─Tendrás mucho que enseñarle, Robert.

Entonces recordó la oferta que había recibido unos días antes, y su semblante se endureció levemente. Nadie lo notó, era un hombre acostumbrado a manejar a su antojo su temperamento. Pero la incertidumbre estaba ahí. Fue la llamada de su colega Bell la que le informó de que un tal lord Richard Klivington quería adquirir su submarino, el Nautilus. Le sorprendió tal noticia, ya que eran pocos los que tenían conocimiento de que aún lo conservaba en un embarcadero de Inglaterra, pero así era. A pesar de haber resultado un proyecto frustrado, ya que nadie había querido seguir financiándolo y no lo habían considerado apto para el ejército, no había podido deshacerse de él.

Quizás fuera su lado romántico, pero en sus viajes a Londres siempre lo visitaba, acariciaba su interior, su exterior de cobre. A Catherine le encantaba besarlo en  aquella pequeña nave que tan poco había navegado. Ahora un desconocido quería hacerse con ella. De hecho había llegado a intercambiar correspondencia con él directamente, y lo que más le había llamado la atención eran sus motivos. Puede que fueran aquellas razones las que le estaban llevando seriamente a plantear vendérselo. Porque para su sorpresa, lord Richard Klivington quería el submarino para que su querida esposa pudiera ver algunos animales marinos. ¿Quién se gastaría miles de libras en algo así? Porque esa era otra de las cosas que le llamaba de manera poderosa la atención. Aquel loco estaba dispuesto a gastarse una cantidad indecente de dinero, cantidad que él sabía muy bien que no valía. Y aunque el dinero no era en ese momento un problema para él, no era tan tonto como para saber que en unos años las cosas podrían estropearse, y tanto a él como a su descendencia le vendría bien tener un seguro guardado.

Soltó a su mujer para tomar la barandilla con ambas manos y apretarla fuerte. Después la buscó con la mirada. Ella ya lo observaba, todos sus sentidos puestos en él. Todo el mundo debería disfrutar de una atención tan amorosa al menos una vez en la vida.

─¿Lo vendo?

No hacía falta especificar, ella sabía de qué hablaba.

─Siempre podrás hacer uno nuevo y mejor ─lo miró de esa forma profunda que iluminaba lugares de su mente desconocidos para él mismo─. Sí, sabes que es una oferta muy generosa.
─Un derroche.
─Eso es cosa suya, Robert. No obstante, siempre puedes preguntarle el porqué.

Robert asintió, mientras se inclinaba sobre su mujer y le daba un escandaloso beso en los labios. Un mes después se reunía con lord Richard Klivington en un embarcadero de Inglaterra. El Nautilus les observaba curioso, con el frío cobre reflejando la rara claridad de aquel día.

─Bueno, ya es todo suyo, como hemos acordado. Creo que no le será nada complicado conocer los fundamentos del mismo, dada su formación.

El lord había resultado ser un ingeniero bastante afamado en sus círculos.

─Sin duda sus indicaciones me serán de gran ayuda.

Ambos hombres estuvieron divagando durante un tiempo sobre los materiales y el funcionamiento del submarino. Cuando ya se disponían a despedirse, Robert Fulton llamó la atención del que ya era el dueño del Nautilus.

─Usted podría haber fabricado uno igual, ¿por qué comprar el mío?

Lord Richard Klivington se quedó un rato mirando el submarino, y el agua que se expandía tras el mismo. Después con una sonrisa sincera lo miró.

─Siempre es más fácil partir de un punto de referencia sólido ─indicó señalando la embarcación. Después su risa se hizo más atrevida─. Además, mi esposa tiene ardientes deseos de ver lo que hay bajo la superficie del mar. ¿Quién podría contradecir a una dama?

Robert rió con aquel hombre mientras meneaba la cabeza, comprensivo.

─Nadie en su sano juicio, sin duda.

Ambos hombres partieron cada uno a su destino. Uno con cierta añoranza, el otro con cierto anhelo. Porque el último deseaba hacer feliz a su esposa cuanto antes. También perfeccionar aquella máquina.

Años después conseguiría hacerla navegar desprendiéndose de los trabajosos pedales, con un motor de combustión interna, antes de que Beau de Rochas lo describiera y Otto después también, haciéndolo funcional. La leyenda cuenta que antes de su muerte, lord Richard Klivington vendió su Nautilus, un submarino mucho más notable ya, al capitán Nemo, que trabajó duro con él durante un tiempo, ampliándolo y perfeccionándolo, antes de echarse a la mar con sus hombres en busca de mil aventuras. 

Muchas gracias por leer. Muchos besos.