Buenos
Días preciosos. Hoy os traigo el ejercicio de Adictos a la escritura, que lleva
como título Invierno. Espero que os guste, es algo extraño.
EL
TIEMPO LO MARCAN LOS LATIDOS DE TU CORAZÓN
Ocurrió hace mucho muchos años, cuando el tiempo,
aún era tiempo.
—Solo
un minuto más, por favor —replicaba Cati terminando su examen.
—Necesitaría
tres horas más cada día —se quejaba Leticia cuando sus hijos se dormían por la
noche.
—Ojalá
el tiempo fuera un chicle —rezongaba Roberto con su camión de reparto, temeroso
de la próxima llamada furibunda de su jefe.
Y
así, súplicas y peticiones se fueron acumulando en el universo, porque cuando
se pide algo nunca cae en saco roto, no. Las dictalúmenes se encargan de
recoger todas esas quejas salidas de labios cansados, de corazones desesperados
por exprimir cada instante. Y de tantas y tantas que llegaron, como dueñas del
pasado, del presente y del destino, estas sabias deidades tan antiguas como la
existencia del universo mismo, llegaron a una determinación: harían que el
tiempo tal y como lo conocemos dejara de existir.
Así que una buena mañana, cuando Estrella se
despertó y fue a apagar el despertador, se dio cuenta de que no había sonado.
Lo miró extrañada y vio que estaba parado. Comprobó intranquila cómo el reloj
del móvil no marcaba más que cuatro ceros en la pantalla, y estaba segura de
que no era medianoche. Entonces cogió un par de pilas del cajón y se las puso
al despertador, no podía llegar tarde y necesitaba su reloj reparado. Pero a
pesar de colocarle unas pilas, el aparato no parecía querer funcionar.
Se vistió y cogió su coche, protegida en su interior
del frío gélido con el que azotaba fuera el invierno. A pesar de las
inclemencias era su estación del año favorita, porque en ella todo parecía
avanzar más despacio, como cristalizado por el hielo que cubría las calles, y
las bajas temperaturas invitaban al recogimiento, las mantitas y un buen libro
con chocolate caliente.
Se detuvo en la puerta de su oficina y salió al
exterior, recogiendo en su rostro el aullido cortante del viento. Y cuando
buscó en la recepción el enorme reloj de números negros y fondo blanco, para
saber si había llegado demasiado tarde, descubrió que aquel también estaba
parado.
—Un
fastidio, ¿verdad? —señaló Virginia, la secretaría de Vox Newspaper, el
periódico en el que trabajaba—. Hoy parece que todos los relojes están locos.
—Eso
parece, Virgi, tendremos que salir a tomar café cuando realmente tengamos
hambre, y no cuando el jefe lo ordene.
Con
una sonrisa compartida se marchó a su puesto de trabajo como redactora de la
sección de ciencia y tecnología, justo al lado de su Marcos. Su adorado y
querido Marcos, que nunca sería suyo porque ella así lo había decidido. De ocho
a ocho de la tarde entre aquellas cuatro paredes, nunca encontraba el momento
para hablar con él. No del trabajo, ni de cosas banales, ella quería hablarle
de lo que sentía explotando dentro cada vez que lo veía.
"Dentro de un rato", o bien "cuando
salgamos del trabajo", pero ese instante perfecto, cuatro minutos más
allá, tres horas más tarde, nunca llegaba.
Y un día más Estrella saludó a Marcos con la mano, y
un tímido buenos días escapado de sus mullidos labios. Él la solía mirar unos
segundos, quizás un minuto completo quién sabía, el tiempo suele ser
caprichoso, con esa mirada profunda que la hacía sentir acariciada en cada
centímetro de piel. Y era aquel el único momento del día que Estrella deseaba
que se dilatara eternamente, ese y cuando él le regalaba un "Buenos días,
preciosa", que le hacía flotar durante todo el día.
La mañana trascurrió lenta, sin ningún reloj en el
que pudieran comprobar si era hora de almorzar, de reunirse, de marcharse a
casa. Y solo cuando Marcos se puso junto a su mesa, Estrella levantó la cabeza
de su trabajo y lo miró sorprendida.
—
¿Hoy no has salido con Esteban y Luisa?
—ella siempre había pensado que Marcos estaba liado con la guapísima y
exuberante jefa de redacción.
—Supongo
que como no controlamos la hora, no se han dado cuenta. Aunque casi mejor —le
sonrió, y en su estómago algo se agitó violento—. Así por un día, puedo salir
contigo.
Y
Marcos le ofreció el brazo a Estrella, y juntos salieron por el ascensor camino
del bar de en frente, como hacía muchos meses que no hacían.
Los relojes siguieron sin funcionar durante todo el
día, y cuando cayó la noche permanecieron en la misma situación inmóvil. Y así
trascurrieron los días, la alarma aumentó en los medios de comunicación porque
nadie se podía explicar qué extraño fenómeno físico había azotado el planeta
Tierra para que los relojes, fueran del tipo que fueran, no dieran la hora.
El invierno extendió su nívea capa helada por las
calles, y los días siguieron trascurriendo con normalidad. La noche se sucedía
al día en un ciclo perpetuo que nunca nadie podría controlar, y poco a poco,
las personas fueron aprendiendo a vivir liberados de esos artilugios que les
hacían creer que controlaban el tiempo, cuando era el tiempo el que ejercía un
férreo control sobre ellos.
Sin relojes en los que mirar la hora, las cosas
pasaban cuando tenían que pasar. Y fue una tarde después de demasiadas, cuando
Estrella tocó con los nudillos la mesa de Marcos.
— ¿Has conseguido algo?
Marcos la miró con aquellos ojos marrones, que ahora
sabía que estaban veteados por firmes trazas verdes. Él negó con la cabeza y le
sonrió.
—Nada
concluyente, creo que ningún científico va a averiguar a corto plazo lo que ha
pasado con los relojes.
—Valoran
un cambio de la polaridad de la Tierra, también un apagón controlado por alguna
gran potencia mundial... —Estrella se sentó en la mesa de su compañero,
sonriendo y mirando al cielo.
—O
bien una invasión extraterrestre que está acabando con nuestro mundo —replicó
con sorna Marcos.
—Todo
puede ser —Estrella sonrió y lo miró encantada, feliz por los ratos que antes
no compartían y ahora sí.
—Lo
que es una verdad verdadera, es que a mí este acontecimiento paranormal me ha
venido de perlas, porque ahora desayuno contigo cuando quiero y nunca estás
pendiente de la hora cuando hay que cerrar la oficina.
Y
desde ese día Estrella y Marcos quedaron todas las mañanas de invierno, justo
cuando despuntaba el alba, y se daban largos paseos por los jardines nevados,
con el gorro calado hasta las orejas y las manos calientes enlazadas. E
inmersos en el frío aguijoneador, algo calentito surgió entre ellos dos. Algo
que no entiende de tiempos, ni estaciones ni razones, algo que solo se define
por los latidos que marca el corazón.
Los relojes siguieron frenados, semanas, meses
¿quién lo sabía? No había nada para medirlo, tampoco lo necesitaban, porque el
trascurrir del tiempo se siente en los huesos y en la piel, y se debería de medir
por las emociones que nos sacuden a cada momento, y no por lo que marcan un par
de agujas sobre una esfera, o unos números digitales dibujados sobre una
pantalla.
Y un día, pasado un tiempo, cuando el invierno
comenzaba a morir para dar paso a una perezosa primavera, las dictalúmenes
hicieron su magia, y las esferas volvieron a cobrar vida, como aquel que despierta
desorientado de un largo letargo. Pero los habitantes del planeta Tierra ya
habían aprendido que el tiempo no se sufre, ni se controla; se vive, y desde
entonces todos los hombres y las mujeres de la Tierra, fueron dueños de sus
propios tiempos.